domingo, 9 de octubre de 2011

No es la hora de las encuestas, es la hora de la verdad. Artículo de Antonio Sánchez García

Antonio Sánchez García

noticierodigital.com

Estamos sobre un barco a la deriva, en medio del temporal. Si se atiende al desesperado griterío de la tripulación y no se asume el timón con la sapiencia, la cultura, la experiencia y la decisión de los mejores, nada garantiza que nos zafemos del poderoso capricho de la tempestad. No es la hora de las encuestas. Es la hora de la verdad.

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La sofisticada civilización tecnológica ya es capaz de descubrir en sus maravillosos laboratorios subterráneos unas partículas subatómicas llamadas neutrinos, más veloces que la luz, pero a plena luz del día sigue empeñada en dejarse manipular por los brujos de la opinión. Auxiliados por esos monstruos del reciclaje de los prejuicios que son los medios de comunicación masivos. Provoca recordar el cuento de Edgar Allan Poe, La Carta, en que nadie termina por encontrar la carta inculpatoria por hallarse a la vista de todos.

Ni partículas de luz ni neutrinos: el mundo de la política sigue moviéndose al tranco de las ruedas de carreta de quienes crean, consciente o inconscientemente, de buena o muy mala fe, las matrices de opinión que luego de haber sido cuidadosa y eficazmente elaboradas, o heredadas acríticamente – a los efectos, poco importa – se autonomizan apareciéndonos como realidades dadas a la luz en un simbiótico y muy insólito proceso partogenético. El submundo de los prejuicios – volcán genital del que brota la lava de la llamada opinión pública dominante – pasa a convertirse mediante un maravilloso proceso de cooperación selectiva en rocosas montañas de hechos incontrovertibles. Abandonan el nebuloso universo de las doxa: prejuicios, lugares comunes, ideas devaluadas, para verse recicladas como prístinas e incuestionables verdades.

Este proceso mediante el cual grupos de intereses materiales perfectamente identificables convierten dichos intereses en la carreta que se antepone a los bueyes y prejuicios manipulados por forjadores de opinión en ideas fuerza, encuentra en la vertiginosa velocidad de la información telemática su perfecto caldo de cultivo. Tire una proposición – por ejemplo: “la gente” quiere “caras nuevas” -, repítala infinitas veces por programas de radio, de televisión, columnas de prensa y sesudos ensayos de filosofía política, y al cabo de algún tiempo “la gente “querrá” caras nuevas. La perfecta expresión de la profecía auto cumplida. Que termina por recibir su bautismo lustral con una encuestadora contratada por uno de esos grupos de intereses: la inmensa mayoría del país quiere, en efecto, caras nuevas. Lo dice una encuesta con un margen de error tan insignificante, que el descubrimiento es científicamente incuestionable.

Una vez incorporada al paisaje de lo real imaginario y olvidado el momento originario y el anónimo responsable de la proposición, ésta se vuelve idea fuerza y se reproduce en el multifacético y polimorfo universo de espejos de la opinión pública. Habrá obras de teatro, telenovelas, ensayos, libros, canciones, poemas, cuentos dedicados a analizar, reproducir, estudiar, divulgar la última de las verdades socializadas: la gente quiere caras nuevas. Llegando al paroxismo de ver honorables señoras y señores en plena madurez reclamando por los medios caras nuevas. El proceso de gestación de nuevas matrices acaba de rizar el rizo del absurdo. La realidad se ha esfumado para convertirse en opinión pública.

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La doxa platónica (δόξα), menospreciada por el filósofo ateniense por referirse al conocimiento subordinado del mundo sensible, metafóricamente expresado en las sombras proyectadas en el fondo de la caverna por los condenados a la oscuridad de la ignorancia, da por hecho que el hombre vive encadenado a los prejuicios dominantes. Y que mal podría proceder en justicia y conquistar la felicidad perpetua si ignora la verdad. Filósofo, al fin, llegó tan lejos de creer que la vida pública, la política, no se zafaría del prejuicio y el error, la miseria y la guerra, el mal y la infelicidad que lo signan si no era regentado por filósofos. Y tozudamente empeñado en demostrar la pertinencia de su genial idea, se fue a Siracusa, en Sicilia, donde trató de persuadir a su amigo y discípulo, el tirano Dionisio el joven de convertirse en filósofo. La absurda intromisión por poco le cuesta la vida. Es, desde entonces, la metáfora perfecta del equívoco irresoluble entre la teoría y la praxis. Y la condena que espera a los intelectuales que caen en la tentación de aupar a los tiranos, aquellos como Sartre, Bertolt Brecht y Michel Foucault que el pensador norteamericano Mark Lilla llamara “los pensadores temerarios”.

La persistencia de los prejuicios y la hegemonía de la doxa es tan inconmovible, que aún en medio de graves y profundas crisis sociopolíticas como la existencial que desde hace dos décadas nos agobia a los venezolanos, no sufre mella. Aún y a pesar del gigantesco costo en bienes y vidas humanas que costara la última tentación del cambio y la seducción de una cara nueva, propiciada por nuestros comunicólogos y pensadores temerarios, cambia la sotana, no el fraile: el cúmulo de prejuicios, falacias y medias verdades que llevara a sacudirse una democracia mediante una tiranía sigue ejerciendo su perversa trama de inconsciente o consciente conjura. Quienes promovieran al déspota, hoy promueven al salvador. Un maravilloso acto de ilusionismo que cuelga - como se cuelgan las sotanas - las culpabilidades y limpia de polvo y paja las responsabilidades, permite el continuismo del prejuicio y sella la posibilidad del verdadero cambio: el que va a la esencia del mal, anterior a la democracia, al déspota y a sus actuales correctores. En nuestro caso: la espesa trama de populismo, de paternalismo, de clientelismo y de irresponsabilidad colectiva que entre tanto teje y maneje se ha endurecido como una costra para convertirse en el atributo esencial de una sociedad pervertida. Costra suficientemente blindada mediante fastuosos ingresos naturales, absolutamente independientes del trabajo social de los hombres, única riqueza verdadera de las naciones. Bajo la subvención del petróleo, todo se vale.

La doxa comunica y enlaza de ese modo un sistema de perversiones que frustra sistemáticamente los esfuerzos por escapar del círculo diabólico. Exponenciando el mal y haciéndolo cada vez más invisible, más deletéreo, más traslúcido: nos hemos convertido así en ese monstruo abominable al que Arturo Uslar Pietri temía más que a la muerte: la kafkiana sociedad parásita que vive cataléptica y apática echada a las ubres del petróleo, de las que nada ni nadie puede o quiere zafarnos. Venezuela ha terminado convertida en una sociedad parasitaria, que alimenta a su vez a sub parásitos. Que en el colmo del absurdo se han apoderado de su soberanía.

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Aparentemente asqueada por los desafueros del pasado, la doxa que se hiciera dominante en los noventa buscó salir del atraso, el abuso, la corrupción – consideradas taras atávicas del subdesarrollo – mediante un salto a la modernidad, de la mano del perfecto epitome: una miss Venezuela. Guapa, aparentemente ejecutiva y vinculada al dios del dinero. ¿Algo más acorde con los patrones de la modernidad? Las encuestas crearon la falsa ilusión del cambio. Para, en un vuelco brutal del capricho opiniático, terminar inclinándose por un caudillo vengador. Entre apostar al futuro o regresar al más oscuro pasado, la doxa inclinó la balanza a favor de nuestro cuaternario político. ¿Quién expresaba la verdad de las profundas aspiraciones del venezolano: una miss universo o un militar golpista?

Me preguntan a menudo si creo en las encuestas. Suelo responder que no se trata de creer o no creer en ellas. Se trata de subordinarse o no subordinarse a la tiranía de la doxa – esa opinión siempre turbia y nebulosa que esconde sus orígenes, disfraza sus intenciones y metaforiza sus intereses – y evadir la responsabilidad moral ante la verdad que se nos oculta tras el prejuicio, el lugar común, la manipulación de sus anónimos forjadores. Ninguna de las grandes y profundas transformaciones vividas por Venezuela en el curso de sus doscientos años de vida – desde la Independencia a la superación de la tiranía perezjimenista – se cumplió siguiendo la aviesa intromisión de encuestas y encuestadores. Ni Bolívar ni Rómulo Betancourt se rindieron a las evidencias de las máscaras y el capricho de las supuestas mayorías. Actuaron impulsados por el clamor de la historia, incluso a redropelo de la aparente voluntad popular. Se impusieron por la preclara y lúcida decisión de comprender científicamente la profunda verdad que bullía en el seno de nuestra sociedad, atendieron al llamado de la historia y enrumbaron el flujo caótico y turbulento de las superficies por el cauce de las verdaderas necesidades de su tiempo.

Estamos sobre un barco a la deriva, en medio del temporal. Si se atiende al desesperado griterío de la tripulación y no se asume el timón con la sapiencia, la cultura, la experiencia y la decisión de los mejores, nada garantiza que nos zafemos del poderoso capricho de la tempestad. No es la hora de las encuestas. Es la hora de la verdad.

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