El venezolano Henrique Capriles recoge la mayoritaria propensión nacional al centro izquierda que la discordia y la polarización política, azuzadas por Chávez, parecieron haber sofocado para siempre
Ibsen Martínez
ElUniversal
¿Quién es el otro candidato en las elecciones venezolanas?
La respuesta corta la da Chávez: “Henrique Capriles Radonski es el candidato de la burguesía, de los yanquis y la derecha”. Opino que hará mal quien se conforme con esa parvedad. Hay respuestas más largas.
Al discurrir sobre nuestra América, a muchos analistas extranjeros les da por pensar que si el hombre es “carismático” —aunque sólo sea un espadón vociferante, tiránico e inepto—, habla “en nombre de los pobres” y llena de dicterios al imperialismo yanqui, entonces el tipo es de izquierdas y, sin más, el bueno de la película. A Capriles Radonski le pasa lo que a José Carreras en el chiste de Jerry Seinfeld sobre los tres tenores: es el otro tipo. Y supuesto que Chávez es la izquierda, entonces el otro tipo debe ser la derecha.
Sin embargo, las cosas no son tan simples en Venezuela, uno de los “petroestados” populistas más antiguos del planeta. El petroestado venezolano y sus singularidades podrían explicar por qué Hugo Chávez bien puede perder ante el otro tipo las presidenciales del 7 de octubre.
Cuando eres un petroestado hispanoamericano heredas la potestad de la corona española sobre la riqueza del subsuelo y acabas convirtiéndote en el “ogro filantrópico” descrito por Octavio Paz: sólo tú cortas el bacalao. Tu sólo dispensas todo el dinero de la renta petrolera y el resto de la población —incluida la burguesía local— no son más que cazadores o pedigüeños de esa renta. Y por lo mismo, menos ciudadanos que súbditos cuya religión laica es el estatismo redistributivo.
Clientes o aspirantes a serlo tienen poco o ningún margen para sentirse electores de libre conciencia en un país donde el petroestado-billetera es indistinguible del gobierno de turno y, en términos absolutos, el empleador de bastante más del 80% de la población económicamente activa.
Los petroestados experimentan fases maníacas y ciclos depresivos, según los vaivenes del precio del crudo. En fase maníaca, de altos precios, a sus gobernantes les da por pensar que ahora sí cegarán definitivamente la brecha que nos separa del Primer Mundo. Se arrogan toda clase de competencias, creando así más y más incentivos al despilfarro y la corrupción. En fase depresiva, los petroestados se endeudan y dan en garantía a los mercados la factura petrolera futura o bien aceptan las fórmulas del FMI.
La fase maníaca que siguió al embargo impuesto a Occidente por los países de la OPEP, en 1973, nos trajo al “primer” Carlos Andrés Pérez y la “Venezuela Saudita”. Chávez no ha sido el primero en pretender comprar con petrodólares el liderato de los condenados de la tierra. La verdad es que elencos estatistas, populistas y clientelares se han turnado en el poder desde 1945, época del primer gran auge petrolero venezolano. En un tal país, con tan colosal inflazón del Estado y sus recursos, con una inescapable sujeción de casi toda la población al Gran Dispensador, ¿qué significa estar a la derecha?
Chávez ha presidido el más prolongado boom de precios registrado hasta ahora, una fase maníaca que ha financiado fallidos planes sociales de subsidio directo a los más pobres, el subsidio a la dictadura castrista, un antiimperialismo tan vociferante como dispendioso e inconducente y un decidido e inequívoco empeño en instaurar un régimen totalitario. El elenco chavista añadió el colectivismo y el militarismo al habitual repertorio venezolano de creencias redistributivas y ha ido tan lejos como ha querido por el camino de abolir no sólo la propiedad privada, sino las más caras libertades individuales.
Con todo, ¿qué tienen de justiciera “izquierda” los modos falangistas con que Chávez segrega del favor estatal —ya sea empleo o contratos— a todo aquel que, amparado por la Constitución, haya firmado en 2004 la solicitud de un referéndum revocatorio? ¿Qué hay de democrático en un régimen cuyo presidente literalmente dicta crueles sentencias al poder judicial desde una cadena de televisión? ¿Que inconsultamente firma acuerdos binacionales con impresentables como Alexander Lukashenko o Mahmud Ahmadineyad? ¿Es posible que cinco millones y medio de venezolanos, el 52% del universo elector, que votaron por la oposición en las parlamentarias de hace año y medio, sean todos ellos elitesca minoría blanca, burgueses oligarcas y agentes de la CIA?
En Venezuela, y a partir de los años treinta del siglo pasado, los partidos modernos, casi sin excepción todos de izquierdas, fueron secreción de los conflictos sociales que trajo consigo el negocio petrolero. Modelados leninistamente, animados por la idea de un munificente Estado social de derecho, socialdemócratas y comunistas forjaron en seis décadas un país mayoritariamente ubicado a la izquierda del centro. El petroestado nos hizo también clientelares, manirrotos, consumistas. “En Venezuela, la derecha desentona”, sentenció alguna vez el desaparecido dramaturgo José Ignacio Cabrujas, voz de la tribu.
Tanto así, que la democracia cristiana, único partido que desde los años cuarenta aspiró a encarnar una derecha conservadora, hubo de mutar rápidamente en un partido populista más, so pena de “desentonar” en un país mamador de gallo donde el catolicismo se funde a menudo en cultos sincréticos afroantillanos. Esa escora “a la izquierda”, junto con el desgaste y descrédito de los viejos partidos, hizo posible, en 1998, el triunfo de Chávez.
Henrique Capriles Radonski recoge, sin duda, la mayoritaria propensión nacional al centro izquierda que la discordia y la polarización política, azuzadas por Chávez, parecieron haber sofocado para siempre. Ello se refleja en las encuestas más fiables: a cien días de la elección, figura ya en “empate técnico” con Chávez. Sin exagerar, también en el fervor de la calle, un fervor que recuerda al que nimbó a Chávez en su mejor momento electoral, allá por 1998.
Capriles ganó más que holgadamente las elecciones primarias, convocadas por la Mesa de Unidad Democrática para designar un candidato único de oposición, acaso justamente por ser el vocero más moderado de ella. Como gobernador del Estado Miranda, el segundo más poblado de Venezuela, que alberga la favela más grande de Suramérica, la mayor parte de la Caracas acomodada, populosas ciudades dormitorio y una vasta provincia rural y atrasada, Capriles ha administrado con éxito, durante casi cuatro años, una réplica demográfica del resto del país. Ganó la gobernación en 2008, al derrotar, contra todo pronóstico, a Diosdado Cabello, designado candidato por el dedo jupiterino de Chávez.
Capriles adoptó y mejoró sensiblemente los más emblemáticos planes sociales del chavismo —salud y vivienda—, mitigando de tal modo el sectarismo que los caracteriza en el resto del país que buena parte de la base social chavista de su Estado hoy le apoya. Capriles se declara de centro izquierda liberal, es manifiesto admirador y estudioso del papel jugado por Felipe González en la transición española y, en lugar de la Cuba castrista, propone al Brasil de Cardoso, Lula y Roussef como modelo. Todos los partidos venezolanos afiliados a la Internacional Socialista forman parte de la coalición que lo apoya.
Chávez ha malgastado 14 años en el poder. Esos años lo han gastado y ahora enfrenta a un adversario joven, sin especial don oratorio pero experimentado en funciones de gobierno y quien, desde que fue electo diputado en 1998, a los 26 años, nunca ha perdido una elección.
“¿Cuál crees que es tu mayor fortaleza?”, le pregunté hace unas semanas. Su respuesta: “Siempre me han subestimado y es mejor así”. Tal vez tenga razón, aunque hoy sean muchos quienes creen que con Capriles, el otro tipo, el péndulo venezolano puede regresar desde el caudillismo autoritario de Chávez al centro democrático y plural.
Se oyen apuestas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario