sábado, 16 de junio de 2012

El recluso de Miraflores. Artículo de Fausto Masó

Después de inscribir su candidatura el Presidente quiere demostrarnos que su enfermedad no le impedirá gobernar; muchos chavistas se abstendrían de votar si concluyeran que en realidad estarían escogiendo para gobernar a Diosdado Cabello o a Jaua.

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Estos cuatro meses proclamará una y otra vez que sigue vivo, que nada ha cambiado a pesar de que todo haya cambiado y de que se ha convertido en una parodia de aquel Chávez que se jactaba de que el cáncer no era nada para él.

Vivirá uno, cinco o diez o veinte años si, como él mismo reconoció, olvida su antigua forma de ser.

En un primer momento creyó que la enfermedad no cambiaría su estilo de vida, ahora sabe que está condenado a ser un recluso en Miraflores y recordar con nostalgia la época del Chávez figura mundial. Le queda anunciar que en la lejanía se divisa la tierra prometida, que nos aproximamos a ese maravilloso socialismo de los utópicos; hablarnos de los éxitos de las empresas estatizadas; de que nunca hemos sido tan soberanos e independientes, algo caro a los militares.

Nos dibuja un país fantástico, niega que la persecución a las empresas privadas destruya el empleo. Habla y habla, exagera, en el mejor de los casos, o miente sencillamente, pero pretende realizar una campaña electoral a control remoto.

Asombroso.

A pesar de su retórica nunca ha estado tan en peligro la independencia nacional, se ha destruido la soberanía alimentaria, por ejemplo. El eje del desarrollo industrial venezolano, la CVG, está en ruinas; igual que las plantas cementeras o Agroisleña, y el campo. El buen funcionamiento de los bancos estatales no resiste un análisis contable.

Nada de lo hecho en estos 14 años se compara ni de lejos con la creación de la OPEP, la electrificación o la urbanización del país.

Venezuela sin instituciones es totalmente dependiente de la voluntad desfalleciente de un hombre. Su estrategia para ganar las elecciones consiste en mantener vivo un sueño, o una pesadilla, convencernos de que es el mismo de siempre, el que seducía a sus seguidores con su vitalidad. Chávez quiere ganar las elecciones, pero más quiere vivir, mejor dicho, sobrevivir. Todavía conserva su capacidad de inventar, en televisión, una Venezuela próspera y desarrollada, pero no supervisa el Gobierno. En otra época algo hubiera hecho frente a los apagones en Caracas, ahora prefiere enterrar la cabeza en la arena, o contarnos otro cuento de rabipelados, iguanas, ratoncitos.

Cada cierto tiempo se mostrará en vivo y en directo, anunciará un gran proyecto como en épocas más felices hablaba de que tendremos una base aeroespacial, o construiremos un gasoducto hasta Argentina. Por televisión firma cheques, aparecen los ministros riéndole los chistes; en realidad, ya no los supervisa como antes y ellos mismos no le hacen tanto caso. Por necesidad delega el poder, es decir, no es Chávez.

Los aviones presidenciales se echan a perder en los hangares por falta de uso. Tenemos un ilustre convaleciente en Miraflores que mide sus pasos, sus apariciones y desapariciones, una sombra de una sombra, empeñado en que sus seguidores, contra toda apariencia, crean que nada ha cambiado, sólo que en vez de viajar a Bielorrusia, París o Buenos Aires, de viajar por medio mundo, limita sus recorridos hasta la plaza Diego Ibarra y el Fuerte Tiuna.

fausto.maso@gmail.com

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